Comentario
Es muy generalizada la opinión de que en las elecciones del 16 de febrero se midieron dos bloques antagónicos, representativos de las dos Españas que meses después se iban a enfrentar en la guerra civil. Si nos atenemos al tono dominante en la propaganda electoral, a los resultados o, más aún, a las consecuencias de los comicios, éstos reflejan, en efecto, la profunda e insalvable división de gran parte de la sociedad española. Pero a efectos del propio proceso electoral hay que matizar esta apreciación. Como demostró el estudio precursor de J. Tusell y han confirmado las investigaciones posteriores, ni las dos coaliciones eran tan monolíticas -la de derechas, ni siquiera cuajó- ni las fuerzas centristas parecían a priori tan incapaces de jugar un destacado papel. Si Alcalá Zamora y Portela decidieron disolver el Parlamento fue porque consideraron posible la consolidación de un centro autónomo que pudiera evitar la bipolarización de las fuerzas republicanas y recuperar para ellas el control de la vida política.
Pero aunque Portela levantó un esbozo de Partido del Centro utilizando los aparatos gubernativos provinciales e intentó concluir pactos con los radicales y otras fuerzas moderadas, la izquierda republicana se mantuvo fiel a su compromiso con las organizaciones obreras y acudió en la práctica totalidad de las circunscripciones en las listas del Frente Popular. El acoplamiento de los candidatos frentepopulistas, que no ofreció grandes dificultades, concluyó el 5 de febrero. La izquierda amplió, además, su capacidad electoral pactando con fuerzas regionales como el Partido Galeguista o la Esquerra Valenciana e integró en Cataluña con ERC y otros partidos nacionalistas el Front d'Esquerres.
En la derecha y el centro no hubo un consenso tan generalizado. La CEDA pretendía levantar un Frente Nacional Antirrevolucionario, que no sólo evitara el triunfo de la izquierda, sino que garantizara a la Confederación el disfrute del Poder sin los obstáculos del bienio anterior. Ello suponía negociar acuerdos con fuerzas muy dispares -monárquicos, republicanos de derecha y radicales- a las que sólo se podía aliar renunciando a pactar una coalición postelectoral y un programa común que no fuera la lucha contra el peligro revolucionario. Los monárquicos, que exigían la restauración de la Unión de Derechas de 1933 como pacto electoral exclusivo, se encontraban muy divididos, y los tradicionalistas no quisieron fundirse con las candidaturas alfonsinas, presentadas en muchos sitios con la engañosa etiqueta del Bloque Nacional. Falange Española, que acudía a las elecciones a lograr la inmunidad parlamentaria para sus dirigentes, quedó excluida de las negociaciones y se presentó en solitario. En cuanto a los radicales, no se fiaban de sus recientes aliados gubernamentales y no deseaban aparecer mezclados con los monárquicos, lo que les llevó, como a la derecha republicana, a dispersar sus candidaturas en todo tipo de combinaciones electorales, desde los portelistas hasta la CEDA. El centro y la derecha, que se presentaban con una imagen deteriorada por su acción de gobierno, limitaron por lo tanto aún más sus posibilidades al hacer patente ante el electorado lo profundo de sus divisiones.
La primera vuelta electoral se celebró el 16 de febrero y la segunda, que afectó a muchas menos circunscripciones que en 1933, el primero de marzo. La participación fue alta, un 72,9 por ciento en la primera vuelta, lo que se atribuye en parte al voto anarquista, ausente en las elecciones anteriores y ahora favorable al Frente Popular. Los resultados, que han sido objeto de muy variados análisis, mostraban una polarización del electorado entre la izquierda y la derecha, mientras el voto propiamente centrista se reducía a la mínima expresión. Conforme a los datos que ofrece J. Tusell, la izquierda había obtenido el 47,1 por ciento de los sufragios, la derecha el 45,6 y y el centro el 5,3. En cambio, J. J. Linz y J. M. de Miguel calculan, respectivamente, un 42,9, un 30,4 y un 21,1 por ciento para las tres opciones. Ello es prueba de la dificultad de clasificar a un centro amplio, pero subjetivo y en estado casi gaseoso, cuyas alianzas eventuales con la derecha y la izquierda restan fuerza a la imagen de un electorado decantado a favor de las tendencias más extremas. En este sentido, varios autores han insistido en el hecho de que los candidatos más votados fueron los que representaban opciones más moderadas dentro de sus respectivos bloques de referencia. Respecto a la distribución geográfica del voto, las elecciones confirmaron las direcciones apuntadas en 1933, y que J. Bécarud resume con concisión: "Tendencia de las derechas a concentrarse en la España interior, sobre todo en la parte norte; arraigo de las izquierdas en las grandes ciudades, las zonas de concentración proletaria y las regiones periféricas, especialmente aquellos que aspiraban a la autonomía".